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La explotación de los trabajadores en las minas de oro de Mali

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Mientras la guerra asola el norte de Mali, cada día en Kenieba, en el sudoeste del país, ve millares de buscadores de oro cavando incansablemente la tierra para escapar a la miseria y encontrar el filón que les hará ricos. Un sueño en un paisaje de pesadilla.

Con los brazos, Hamidu sube lentamente  de la profunda trinchera que ha excavado durante horas. Los gestos son lentos. El peso de la fatiga, cada vez más pesado. Sobre su cara cubierta de polvo, los rasgos acusan el cansancio. Los músculos de sus manos están casi paralizados.

En el horno, con una temperatura de más de 45 grados, desde las 7 hasta la 6 de la mañana, horadará la tierra sin apenas detenerse, como poseído por la fiebre del oro.

Como él, millares de mineros llegados de todo el país, transforman cada día la región aurífera de Kenieba, a unos 400 kilómetros de Bamako, no lejos de la frontera con el Senegal, en un gigantesco hormiguero a cielo abierto. Fuera de la vista se extiende unos entrelazamientos complicados de galerías, que son otras tantas perforaciones en la tierra árida.

Al fondo de estas minas, los hombres se desloman sin descanso, con la esperanza en el corazón. El oro está en todos los lugares. Lo saben, lo sienten. Es más fuerte que ellos. Esta vez es verdad. El filón está ahí, bajo sus pies. Les está esperando les hará ricos, inmensamente ricos. Adiós a la miseria de los barrios de Bamako, los peligros del norte del país y la guerra civil contra los islamistas  que les ha echado a las carreteras.

A más de 10 metros de profundidad, el minero sube uno a uno los sacos de tierra. Con la mirada un poco perdida, deslumbrado por el duro sol de este final del día, Hamidu también quiere creerlo. A algunos metros de su mina, un joven, casi un niño, llegado del vecino Burkina Faso ha tenido suerte el mes pasado. Ha encontrado  polvo de oro. Una veintena de gramos en el día, una fortuna. Mañana, eso seguro, será su suerte.

Mientras tanto, va a reunirse con sus camaradas en uno de los campamentos de fortuna de Kenieba para descansar y refrescarse un poco. Está formado por algunas casas contraídas con telas, maderas y chapa ondulada recuperadas aquí y allá, su alojamiento está situado a algunos centenares de metros de la mina.

Se va a dormir algunas horas antes de ir a beber una cerveza a uno de los numerosos “maquis” del pueblo minero. Un bar mugriento donde, bajo los neones, en el estrépito del R’n’B, los hombres olvidan en la borrachera y a veces en los brazos de prostitutas nigerianas que llevan aquí el mercado del amor fácil.

Apenas mayores de edad y con los estudios abandonados

Acodado en la mesa, una tapa de bidón solado a una biela, se reúne con sus amigos Abdu, Mussa, Umar y Usmane. Todos han abandonado su familia para venir aquí a tentar la suerte. Hace siete meses que excavan. Su trayectoria es la misma que la de la mayoría de los mineros. Después de llegar en autobús desde Bamako, han puesto en común sus gastos. Apenas mayores de edad, han abandonado sus estudios y han preferido ir a la mina “para ayudar a sus parientes”. Mussa trabajaba con turistas. Pero los sucesos del norte y el relato de los atropellos de los islamistas hicieron huir a los extranjeros. Al perder el trabajo se hizo minero.

La guerra y el temor de ver a Mali hundirse en la violencia enrarecen la atmósfera del campo. Pero, como cada tarde, los cinco amigos rehacen el mundo y cuentan la misma historia que se cuenta en todos los lugares, de Bamako a Mopti pasando por las carreteras que llevan a Kenieba. Es la del hombre de las afueras de la capital que llegó en autobús a la mina y volvió por la misma tarde con dos kilos de oro. Seguramente una fábula, pero que les da siempre esperanza. En este pueblo, surgido de la locura del hombre por el oro, los papeles están bien definidos. Tras el aparente caos, el trabajo minero está perfectamente organizado, y el circuito del oro estrictamente señalizado.

En medio del campamento de los mineros, las tiendas de “quincallería y varios” surgen como champiñones. Alrededor de la calle principal, otras callejuelas salen a derecha e izquierda. Reina una actividad intensa. Esta zona de lavado es conocida desde hace siglos, pero es la primera vez que se explota industrialmente.

Aunque los emplazamientos de algunos filones se transmiten de boca a boca, los mineros emplean ahora detectores de metales comprados en Bamako o alquilados a terceros por un porcentaje del oro descubierto. Cuando el detector suena el buscador comienza a cavar. Después repasa con el dispositivo por encima de la cavidad. Si todavía suena cavará de nuevo; si no, irá a ver más lejos.

El mercurio que envenena el agua de Kenieba

En todos los casos, el polvo fino se mezcla con agua, y luego se filtra. Para seguir un filón, los mineros pueden perforar la tierra hasta más de veinte metros de profundidad, deslizándose entre muros mal apuntalados que a veces no tienen más de 40 centímetros de ancho, con riesgo de ser sepultados entre los escombros y morir atrapados en esta trampa mortal. Cada día son centenares de kilos de tierra los que se suben y se transportan a hombros en sacos de tela, hacia la zona de machacado. Por cada saco los mineros reciben 500 francos CFA, es decir, unos 0,76 euros. Los mismos que cavan son los que llevan los sacos; aquí es la regla. Algunos han comprado su terreno, otros, más pobres, alquilan sus brazos.

En la trituración la tierra se lava, y luego se tamiza en busca del menor polvo brillante. El agua se extrae del río con ayuda de bombas hidráulicas. Alrededor de la zona de triturado, las mujeres manejan las bateas con destreza. En el agua fangosa, a pleno sol, aclaran la arcilla y las piedras molidas por la trituración, con su bebé a la espalda. Todo el mundo está movilizado. El oro manda. El mineral es triturado y luego filtrado hasta obtener un polvo tan fino como la harina. A continuación pasa a una especie de tobogán en donde los escalones de madera están a menudo recubiertos de pedazos de moqueta. El oro, aún adherido a una tierra fangosa, se queda pegado.

Situada en unas bateas cónicas, esta sopa espesa es la última etapa antes de la separación definitiva del oro. Los que manejan la batea hacer girar el agua y el mineral que contiene, dejando escapar, por el borde superior, la parte mas ligera. De repente aparecen minúsculas lentejas amarillas. Algunas depositan una gota de mercurio, ese metal tóxico que amalgama el oro, pero que envenena el agua de Kenieba, para permitir su recuperación final.

El oro se revende a compradores europeos o de Medio Oriente

Cuando un afortunado minero descubre oro, lo revende sobre la marcha a pequeños negociantes que proveen a los intermediarios, o vuelve a Bamako para hacer propuestas a un comprador de las casas de negocio de la ciudad, que recompra el oro en función de las variaciones cotidianas en el precio del mercado internacional (actualmente un gramo de oro de 18 kilates, que corresponde a cerca de un 75 por ciento de oro puro, puede cambiarse a 40 euros).

En los talleres, el polvo y las pepitas son seguidamente fundidos en finas placas, revendidas a compradores extranjeros llegados de Europa o de Medio Oriente. Pero una importante cantidad del metal precioso alimenta también el mercado de la bisutería local. Al final de la jornada no es difícil encontrar el equivalente de 20.000 euros en plaquitas sobre el escritorio de uno de estos nuevos barones del oro. Protegidos por guardaespaldas, algunos de ellos militares del ejército maliense, se benefician del alza mundial de los cambios y de la crisis política por la que atraviesa Mali para enriquecerse.

Unos 20.000 niños trabajando


Las autoridades del país parecer estar superadas por el desplazamiento anárquico de poblaciones hacia los lugares mineros. Según la ONG Human Rights Watch, al menos 20.000 niños estarían trabajando actualmente “en condiciones extremadamente duras y peligrosas” en las minas de oro artesanales del país. “Estos niños ponen literalmente su vida en peligro, asegura la ONG. Llevan cargas más pesadas que ellos, bajan a pozos inestables, tocan e inhalan mercurio, una de las substancias más tóxicas”.

Sin embargo, la legislación maliense prohíbe el trabajo en las minas y el uso de mercurio a toda persona menor de 18 años.  Pero el oro ha cambiado la situación... Según cifras obtenidas por Human Rights Watch del Ministerio de Minas maliense, la cantidad de oro artesanal exportado cada años se eleva a cerca de 4 toneladas, con un valor aproximado de 168 millones de euros. Un maná que atrae toda la codicia en un país al borde de la implosión, y convertidos en unos años en el tercer productor de oro de África, detrás de África del Sur y de Ghana.

Fuente: http://www.lefigaro.fr/international/2013/03/22/01003-20130322ARTFIG00433-mali-la-nouvelle-ruee-vers-l-or.php




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