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A ignorancia dos virus

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Juan Manuel Olarieta

Un artículo de la doctora Iria Veiga sobre el reciente caso de difteria que mantiene gravemente enfermo a un niño en Olot, Girona (*), tiene la pretensión de ser “de izquierdas”, materialista y científico para defender las políticas convencionales de salud pública, favorables a la vacunación, frente a las corrientes que, además de minoritarias, son acientíficas. Los unos exponen “datos ciertos”, mientras que los otros engañan, mienten u ocultan.

De la lectura de su artículo deduzco que la doctora y yo tenemos dos concepciones opuestas de lo que es el materialismo y la ciencia, e incluso que los datos que para ella son ciertos, no lo son para mí, no son tan ciertos o bien faltan datos. Por lo tanto, creo que existe un nivel de incertidumbre que, sobre todo si se trata de la salud de los niños, debería llevarnos a tener un poco más de precaución, que yo no veo en esos para los cuales la medicina y la ciencia son ese corpus cerrado de conocimientos que enseñan en las universidades y que han acabado en forma de leyes, decretos y órdenes ministeriales aprobados por razones que no siempre tienen que ver con la ciencia sino con otro tipo de consideraciones, como las económicas y las políticas.

Si nos preocupamos por la salud de las masas y exigimos del Estado una atención médica gratuita y generalizada, necesariamente hemos de poner sobre la mesa uno de esos “datos ciertos” del que nadie quiere hablar, a saber, que una de las causas de mortalidad más importantes en los tiempos recientes son los tratamientos médicos y las medicinas. Por lo tanto, personalmente exijo que los médicos tengan precaución con aquellos a quienes atienden y también advierto a las masas que tengan cuidado con los médicos, con las medicinas y con los sistemas de salud canonizados jurídicamente.

De aquí deduzco que el responsable de la salud es siempre uno mismo y que el médico es un auxiliar que nos debe ayudar a que cuidemos de ella con su experiencia y sus conocimientos especializados. Ese principio choca con una de las taras que la medicina moderna pone de manifiesto a cada paso: que no se trata de curar enfermedades sino enfermos, y nadie se conoce mejor a sí mismo que el propio interesado.

Que nuestro mejor médico somos nosotros mismos tiene, además, otro significado adicional cuando tratamos con enfermedades como la difteria: cada ser humano lleva consigo un sistema inmunitario que le protege de las enfermedades o las remedia una vez que se manifiestan. En determinadas circunstancias el cuerpo humano no necesita ir al garaje a que lo reparen porque es capaz de cuidar de sí mismo. En otras, ciertamente, no queda más remedio.

Además de científica y materialista, la medicina es, como cualquier otra disciplina, dialéctica ya que, especialmente en enfermedades como la difteria, es una contradicción entre dos elementos opuestos, como son el antígeno (virus, bacterias) y el anticuerpo (defensas naturales del organismo). Pues bien, desde hace un siglo la medicina viene poniendo el acento unilateralmente en uno de los aspectos del problema (virus, bacterias) descuidando el otro, a pesar de que habla continuamente de “inmunización”.

¿Qué ocurre para que el cuerpo humano deje de ser inmune y haya que inmunizarlo de manera artificial? Que las prácticas de la medicina moderna, como el consumo delirante de antibióticos, muestran una obsesión por virus y bacterias, contribuyendo al desequilibro y la destrucción del sistema inmune. Esas prácticas médicas son consistentes con el capitalismo en todos los sentidos posibles, especialmente en el de que encubren el verdadero origen de eso que llaman enfermedades “contagiosas”, que no está en la naturaleza (o no está sólo en ella) sino en la sociedad.

Es una tradición que el movimiento obrero ha perdido. Cuando hace 100 años se convocó en París un congreso médico internacional para tratar la tuberculosis, la CGT francesa (que entonces era anarco-sindicalista) convocó otro paralelo para denunciar al oficial y sostener que el remedio a la tuberculosis no era médico sino económico y político. Además de mirar al microscopio, en determinadas enfermedades la medicina tiene que mirar otros aspectos de la salud: ¿come adecuadamente el enfermo?, ¿qué bebe?, ¿está el agua contaminada?, ¿qué drogas consume?, ¿qué cantidad?, ¿donde vive?, ¿se trata de casas llenas de humedad?, ¿de ratas?, ¿de parásitos?, ¿qué aire respira?, ¿tiene hábitos higiénicos?, ¿vive junto a una fábrica contaminante?, ¿que trabajo desempeña?, ¿cuántas horas trabaja?, ¿en qué condiciones?

Hay muchas preguntas, además de si los padres deben vacunar (obligatoriamente) a sus hijos, o no. En la experiencia milenaria de la medicina hay muchos “datos ciertos” que las facultades universitarias no quieren poner sobre la mesa, quizá para que concentremos nuestra atención sobre otros. No entiendo que en el título de su artículo, tanto en gallego como en castellano, la doctora Iria Veiga hable de virus para tratar una enfermedad que -según aseguran los manuales- está causada por una bacteria. No entiendo que si es así, si la bacteria causa la enfermedad, haya personas que tienen la causa (la bacteria) pero no tienen el efecto (la enfermedad). No entiendo que si es una enfermedad que se contagia, sea un caso único, es decir, no se haya contagiado. No entiendo por qué hay que tratar a una persona sana, es decir, vacunarla, para evitar una hipótesis: que caiga enferma. No entiendo que si las vacunas inmunizan, haya que “reforzarlas” o “recordarlas” con más vacunas periódicamente. No entiendo que las vacunaciones se deban imponer, además, de manera obligatoria, para posibles enfermedades que, como la difteria, casi han desaparecido. No entiendo que la medicina moderna nos pretenda hacer creer que dicha desaparición es consecuencia de las vacunas y no de la lucha del movimiento obrero por mejorar sus condiciones de vida y de trabajo.

A mi lo que me preocupa es que la doctora afirme que “los virus y las bacterias son seres vivos con los que compartimos medio” porque eso no es ni materialista ni científico. Hoy la ciencia no es unánime al afirmar que los virus sean precisamente seres “vivos”. Mas bien el origen semántico de la palabra (del latín, veneno, tóxico) conduce a lo contrario: a suponer que los virus son sustancias inertes. Hoy la ciencia tampoco afirma que “compartimos medio” con los virus y bacterias. Lo que asegura es que somos virus y bacterias evolucionados, que tenemos en nuestro interior más virus y bacterias que células, o sea, que el medio somos nosotros. Asegura también que los mismos no son patógenos (normalmente) y que, por consiguiente, la paranoia de la medicina moderna contra los virus y bacterias procede de un grave error que lastra sus propios fundamentos.

La propia doctora incurre en dicho error cuando afirma que los virus y bacterias “no van a desaparecer únicamente por una mejor higiene y alimentación”. Pero con excepción de la medicina moderna, nadie en su sano juicio pretende tal desaparición, entre otras razones porque es imposible. No hay más que recordar el bofetón de realismo propinado por la “resistencia antibacteriana” a ese tipo de “científicos” que querían acabar con ellas. Es la vieja historia del cazador cazado: no es la “ciencia” la que ha acabado con las bacterias sino las bacterias las que han acabado con esa “ciencia”.

Así que, en efecto, como escribe Veiga: “no tiremos piedras contra nuestros propios tejados de clase”. Entre los motivos del descenso de la mortalidad de las clases populares en el siglo XX no está la vacunación, ni esos sedicentes “avances” de la medicina moderna, sino la lucha de clases, el tratamiento de las aguas, como bien reconoce la doctora, la reducción de la jornada de trabajo, los descansos semanales y las vacaciones, la mejora en la alimentación, la edificación de viviendas confortables, la instalación de duchas y baños, las reformas en los barrios obreros, la reducción del alcoholismo y un sinfín de mejoras que hace muchos años que -por desgracia- tenemos olvidadas.

Dado que todas esas mejoras en las condiciones de vida y trabajo de los obreros están en trance de liquidación, no cabe duda alguna: volverán de nuevo las enfermedades “contagiosas”, las plagas y las pestes, y con ellas volverán a imponer vacunaciones masivas para ocultar los verdaderos motivos de su reaparición, todo ello en medio de una histeria masiva promovida por los medios de comunicación, como hemos visto con el virus del Ébola.

Ya sólo queda explicar cómo es posible que un conjunto de hipótesis erróneas haya seducido a “la inmensa mayoría de la comunidad científica”. Quizá sea debido que, como dice también Veiga, “no existe debate científico en torno a la vacunación”, ni tampoco sobre la “teoría de la evolución”. Es que no hay debate científico sobre nada. Así les luce el pelo.

(*) O virus da ignorancia, http://www.sermosgaliza.gal/opinion/iria-veiga/virus-da-ignorancia/20150607012123038044.html

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