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La revolución burguesa en España

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Juan Manuel Olarieta

En relación con un artículo anterior me pregunta un lector por la revolución burguesa en España en los mismos términos que Hamlet: ¿ser o no ser?, ¿hubo o no hubo revolución burguesa en España? Solamente el hecho de formularla de esta manera, es decir, de forma errónea, conduce a la imposibilidad de dar una respuesta.

Añade además dicho lector que se trata de una cuestión debatida. Es completamente lógico: un asunto mal planteado da lugar a debates interminables. Pero yo también tengo una pregunta: ¿en dónde se plantean ese tipo de debates? La respuesta es: en la universidad. Se trata de un planteamiento característico de los pocos profesores que aún alardean de marxismo en las aulas.

El núcleo de ese debate universitario se introdujo mal en España porque lo introdujo el revisionismo, es decir, el PCE en los los años sesenta en el contexto de la disputa que tuvieron Claudín y Semprún contra el carrillismo. La característica fundamental de aquel planteamiento es que unos revisionistas (Claudín y Semprún) se pelearon con otros (Carrillo).

Inmediatamente después el debate pasó a los primeros núcleos que se empezaron a escindir del PCE en nombre del marxismo-leninismo y de la lucha contra el revisionismo, pero pasó en los mismos términos en los que se había planteado dentro del PCE, es decir, mal, sazonado por lo que es (y sigue siendo) típico de esos grupos, que es la sustitución de la historia y de la realidad por las frases y las citas de los clásicos traídas por los pelos.

El debate sobre la revolución burguesa en España no sólo polariza las conclusiones de unos y otros sino que se plantea de maneras bastante distintas porque es un asunto que también ha preocupado a la intelectualidad burguesa y por eso ha adquirido tintes abstractos, tales como el secular atraso de España, en referencia al escaso desarrollo económico, que a su vez quiere referirse al escaso desarrollo capitalista, es decir, a la naturaleza semifeudal y a la transición del feudalismo al capitalismo. En ocasiones ese debate se ha planteado para justificar la incorporación de España a Europa, para “modernizar” el Estado (el Estado burgués), o para imponer la cultura (burguesa) europea, o la ciencia, o la filosofía...

El atraso económico ha producido aquí una abundante literatura histórica y económica, especialmente en lo referente al problema de la tierra y la reforma agraria, un asunto que ahora está bastante olvidado, no porque se haya resuelto en los libros sino porque la realidad ha saltado por encima.

En algunos círculos marxistas-leninistas las referencias al atraso adoptaron la forma de un debate sobre la naturaleza “colonial” o dependiente de España respecto a Estados Unidos, o Alemania más recientemente. Entonces y ahora un planteamiento colonialista del debate conducía a encubrir el reformismo con unos tintes que aparentaban ser radicales (tercermundistas) pero que conducen al nacionalismo burgués más estrecho, como es evidente en Galicia, donde algún grupo se aferra a la dependencia “colonial” de aquella nacionalidad (respecto a España) para justificar sus aberrantes posiciones políticas.

Detrás de aquel debate lo que los marxistas necesitaban era justificar una determinada línea política de claudicación ante el fascismo, y cuando me refiero a los marxistas hablo tanto del PCE como de quienes se salieron de él en nombre de la lucha contra sus posiciones revisionistas. A su vez, la claudicación adopta la forma de una supuesta necesidad de recorrer una “etapa intermedia” previa a la construcción del socialismo.

La claudicación aparece con claridad si acudimos al planteamiento que hizo Carrillo de aquel debate con Claudín y Semprún. Aquellos dos fugitivos sostenían que en los años sesenta España ya era una país capitalista desarrollado, lo cual era cierto. Pero a partir de ahí ellos utilizaban esa tesis para defender lo que todos los revisionistas (entonces y ahora) vienen asegurando en España: que el desarrollo del capitalismo conduce a la democracia (burguesa) y, por lo tanto, de forma mecánica, el fascismo caería por su propio peso (por sus “contradicciones” o sus propias fuerzas internas) y se reconvertiría en democracia sin necesidad de ruptura. Por consiguiente, el PCE debía “apoyar las reformas en el interior del régimen” (1).

Si alguien hoy lee eso pensará inmediatamente que es -cabalmente- lo que hizo el PCE durante la transición. Pero esa era la tesis de Claudín y Semprún, mientras que Carrillo decía otra cosa diferente: que la desaparición del franquismo no podía ser el resultado de un proceso interno. “De ninguna forma”, añadía. La conclusión es que, como siempre, Carrillo decía una cosa y hacía otra. Criticó a Claudín y Semprún para acabar llevando a cabo exactamente la misma línea que estos preconizaron una década antes. Pero el caso es que todos ellos (Claudín, Semprún y Carrillo) acabaron sus vidas dentro del PSOE. La diferencia es que Claudín y Semprún se adelantaron a su tiempo. Eran más reformistas que los reformistas.

En un planteamiento mínimamente serio de la revolución burguesa en España la historia debería estar en el primer plano, lo cual desborda las pretensiones de este artículo. Me debo limitar a desfacer entuertos, para lo que Lenin siempre viene bien, ya que su invocación demuestra que todo este tipo de aberraciones ya existían hace cien años dentro del movimiento obrero.

En los universitarios es muy corriente imaginar que una revolución es un acto único y ese tipo de automatismos es lo que buscan en la historia, algo del tipo del asalto a la Bastilla o al Palacio de Invierno que deje claro que hasta ese día España era un país feudal y a la mañana siguiente se despertó capitalista y burgués. Lenin ya dejó claro que eso es un error: la revolución no es “un acto único” sino “una sucesión rápida de explosiones, más o menos violentas, alternando con periodos de calma, más o menos profunda” (2). Los seres humanos medimos esos periodos históricos con la vara de nuestra propia existencia, que es efímera y está lastrada, además, por nuestra impaciencia: nos gustaría ver una revolución socialista, con lo cual estamos diciendo que ahora mismo no asistimos a una revolución en ciernes. No la vemos por ninguna parte (o no queremos verla). Seamos claros: lo que nos gustaría ver es la parte bonita de la historia, la culminación de nuestros esfuerzos. Pero el esfuerzo mismo nos desagrada porque no somos capaces de ver su importancia (lo cual no es más que un síntoma de nuestra propia torpeza).

Si ninguna revolución (ni la burguesa, ni la proletaria) es un acto sino un proceso significa que hay un periodo de tiempo en el que un país pasa de una a otra, del feudalismo al capitalismo y que, durante dicho proceso, adopta formas intermedias, que son las que plantean más dudas porque el debate exige que nos pronunciemos sobre si la botella está medio llena o medio vacía. Pero el marxismo es otra cosa. Una demostración de marxismo la dio el PCE en la época de José Díaz, que caracterizó exactamente a España como un país semi-feudal, es decir, a medio camino de un modo de producción a otro.

No entraré tampoco ahora a exponer que esas épocas de transición son direccionales, es decir, van del feudalismo al capitalismo, y no a la inversa. Pero conviene recordarlo porque en el mundo, especialmente en el Tercer Mundo, hay organizaciones que se aferran al secular atraso de su país, como si la historia (o sea, el capitalismo) pudiera detenerse en un punto. Ven la botella medio vacía y eso justifica su claudicación política y su reformismo.

También hay que despejar otro aspecto erróneo de la cuestión, que es el empleo en la historia de “modelos”, como si un país pudiera imitar a otro. Eso no ha existido nunca y, sin embargo, lo mismo que la burguesía española más avanzada se pasó el siglo XIX mirando al París de 1789, el proletariado español ha mirado y sigue mirando impávido al Petrogrado de 1917. Cuando leemos a Marx y Engels, entendemos que los países que ellos utilizan como “modelos”, por ejemplo Inglaterra, es justamente por los motivos opuestos: el marxismo afirma que en todo el mundo la penetración del capitalismo es inexorable, que todos los países marchaban hacia el capitalismo, como marchan hoy al socialismo, por vías que son históricas, es decir, diferentes y peculiares.

Ese es justamente otro de esos debates infames de los años sesenta, trufados de reformismo y claudicación: los diferentes “modelos” de construcción del socialismo. Existía un “modelo soviético”, existía un “modelo chino”, existía un “modelo yugoeslavo”, existía otro “checoslovaco”... En fin, cada país tenía el suyo propio y quien no lo tuviera lo pretendía. Los que hacían ese tipo de planteamientos no querían el socialismo para nada. Querían una “tercera vía”, algo que vimos en los eurocomunistas de los setenta y seguimos viendo también hoy en algunos grupos latinoamericanos que pretenden un “socialismo autóctono”. Para entender las razones de los revisionistas no hay más que leer al ministro checoslovaco de Economía en la época de Dubcek y la Primavera de Praga (3). Entonces y ahora todo estaba aderezado bajo los postulados más coherentes del “marxismo-leninismo”.

La historia es contundente: si por revolución burguesa entendemos la penetración del capitalismo, dicho proceso se inicia en España en el primer tercio del siglo XIX y se consuma en los años sesenta del siglo pasado, es decir, se prolonga durante un siglo y medio. Pero si por revolución burguesa entendemos una derrota política de la aristocracia feudal a manos de la burguesía por la vía revolucionaria que acarrea la edificación de un Estado democrático, la historia también es contundente: tal acontecimiento no se ha producido. Es más, lo que se ha producido es todo lo contrario: la penetración del capitalismo en España ha estado ligada a la contrarrevolución, al fascismo, al terrorismo de Estado, a la represión salvaje y al asesinato en masa del proletariado, del campesinado y de los sectores más avanzados y progresistas de la población.

Esa es la verdadera y única esencia de España como Estado, y esa es también la peculiaridad de la situación en el momento que vivimos ahora mismo. Si a pesar de lo expuesto hasta ahora alguien sigue diciendo (y pensando) en la teoría de la homologación, es decir, en que eso es algo común también en otros países próximos, como Francia o Alemania, le diré que es verdad, pero no porque España, por fin, haya seguido el “modelo europeo” sino porque, por fin, Europa está siguiendo el “modelo español”, es decir, porque en la actual etapa imperialista, los países más avanzados ya no son un ejemplo de democracia sino de fascismo.

Para entender este fenómeno histórico hay que recurrir a Lenin, quien en su época hizo un planteamiento para Rusia que hoy los universitarios españoles no tienen en cuenta: “hay democracia burguesa y democracia burguesa”, escribió; hay diferentes “grados” de democracia, no hay categorías “puras” sino situaciones históricas intermedias que evolucionan siguiendo determinados vectores. Cumpliendo una tarea histórica, ideológica y política, la burguesía puso a la democracia en un primer plano y según cada país esa democracia alcanzó un determinado grado de desarrollo. Es lo que el marxismo califica como “democracia burguesa”: el grado histórico en el que la burguesía de cada país llegó hasta la democracia, o bien el modo en el que la destruyó, en todo o en parte.

Pues bien, creo en este punto hay que ser muy claros: en cualquier país del mundo la guerra del proletariado no es contra las tareas históricas que la burguesía cumplió, o no cumplió y debió cumplir, sino en llevar a buen puerto esas mismas tareas históricas, a saber, la conquista de la democracia que, como es obvio, es una labor pendiente, bien porque no se ha alcanzado cabalmente, bien porque, de lo contrario, no se alcanzará nunca, bien porque está en retroceso, es decir, porque el mundo marcha hacia el fascismo a pasos agigantados. En lo que a la democracia concierne, la lucha del proletariado empieza justo en el punto en el que la abandonó la burguesía.

En plena jornada electoral, alguno estará pensando a qué democracia me estoy refiriendo y volverá a incurrir en el desliz de creer que hay muchos tipos (distintos) de democracia: democracia burguesa, democracia popular, democracia socialista... Los marxistas hemos demostrado muchas veces que podemos ser tan superficiales, o más, que la burguesía y reducir la democracia a los partidos y a las periódicas farsas electorales. Nos toca ahora demostrar que podemos ser mucho más profundos que todo eso, como Marx, Engels y Lenin se esforzaron por inculcarnos.

En alguna parte Hegel escribió que la historia es el despliegue de la libertad. Nosotros podríamos decir que la historia también es el despliegue de la democracia, que no es otra cosa que la intervención de las masas y, por lo tanto de la clase obrera, en asuntos que son sus propios asuntos. A lo largo de la historia la intervención de las masas en la primera línea de la actualidad es cada vez mayor, y sólo hay una manera de que eso sea una realidad cabal: la democracia. Las masas sólo pueden intervenir por medio de la democracia y si la democracia es una realidad o, dicho en palabras de Lenin: “La situación misma del proletariado como clase, le obliga a ser demócrata consecuente” (4).

En la frase de Lenin no se si es más importante lo de “demócrata” o lo de “consecuente”, porque quizá alguno quiera llevar agua a su molino y postularse como diputado en las próximas elecciones, en lugar de denunciarlas como la farsa que son, es decir, como un atentado a la democracia “consecuente”. Luchando contra el fascismo o, lo que es lo mismo, luchando en defensa de la democracia, el movimiento comunista internacional no ha dejado un reguero con 30 millones de cadáveres por una burda farsa. Cuando Lenin hablaba de democracia se refería a “una consigna de vanguardia”, no a cualquier payasada.

Notas:

(1) Santiago Carrillo, Mañana España, París, 1975, pgs.146 y stes.
(2) Lenin, ¿Qué hacer?, Obras Escogidas, tomo I, pg.258.
(3) Ota Sik: La tercera vía. La teoría marxista-leninista y la moderna sociedad industrial, Madrid, 1977.
(4) Lenin, Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática, Obras Escogidas, tomo I, pg.496.

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