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Marxismo e islamismo

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Juan Manuel Olarieta

Hace un siglo y medio que Marx y Engels construyeron el concepto de "conciencia" o de "superestructura", entre otros, en torno a la religión y a la crítica de la misma, y el tiempo les sigue dando la razón. No obstante, hasta quienes se consideran sus seguidores siguen cometiendo los mismos errores de entonces que, en esencia, consisten en pensar que la religiones tienen vida propia, que son algo por sí mismas.

La crítica de Marx y Engels a las religiones y a cualquier otra forma de conciencia consiste en sostener que no son más que un reflejo de algo que está fuera de ellas mismas. Carecen de vida propia. El combate contra la religión en términos religiosos es como la batalla de Don Quijote contra los molinos de viento: no luchan contra la realidad sino contra su alargada sombra.

La influencia de las religiones sobre la humanidad es tan poderosa y dura tanto tiempo que la batalla contra ellas ha adoptado formas religiosas. El caso de Spinoza es el prototipo del ateísmo con una envoltura religiosa.

La lucha contra la religión no es sólo -ni principalmente- ideológica, no va dirigida sólo contra las creencias de los fieles, sino que es política: es una lucha revolucionaria encaminada a derrocar a un poder, a un Estado y a un modo de producción. Ambas luchas son de naturaleza distinta, por más que se dirijan contra la misma religión.

Un movimiento revolucionario debe agrupar a las masas, incluso a los creyentes, para enfrentarse a un Estado que utiliza las religiones, incluida Francia, para apuntalar su dominio.

Las religiones son el ejemplo perfecto de dogmatismo, y presumen de ello. En cualquier religión la palabra de dios es una creencia válida para cualquier tiempo y lugar. Pero los marxistas sabemos -o deberíamos- que eso no es posible. Por lo tanto, afirmar que "todas las religiones son iguales" es una tautología; no dice más que "todas las religiones son religiones".

Un análisis concreto de la situación concreta nos debería llevar a pensar que en distintas condiciones de tiempo y lugar las religiones desempeñan funciones distintas. El islam agrupa hoy a 1.600 millones de creyentes; no puede ser el mismo en países de África, Oriente Medio y Asia que son distintos. Tampoco ha podido ser el mismo a lo largo de la historia.

Las religiones monoteístas, incluida el Islam, tienen un origen y una impronta feudales. A pesar de ser 700 años más moderna que la cristiandad, el islam se ha quedado rezagado no por ninguna ineptitud interna de tipo ideológico, sino porque sus sociedades se han quedado rezagadas y porque en todos los países islámicos el imperialismo ha apoyado y reforzado ese atraso en sus peores versiones.

La religión ha creado los conceptos de "pecado" y de "culpa", transformándolos en el de "responsabilidad" y convirtiéndola, además, en individual y subjetiva. Los creyentes creen en un dios (o en un juez) justiciero que busca chivos expiatorios y cabezas de turco, alguien sobre quien descargar la "culpa". En tales casos es posible condenarle (o absolverle). De no haber sido por su culpa, las cosas hubieran transcurrido de otra manera.

Los científicos y los marxistas no juzgamos (no condenamos ni absolvemos); explicamos o -al menos- lo intentamos. Es algo distinto a lo que hacen los creyentes. Ellos se niegan a explicar porque al encontrar una explicación creen que se minimiza la responsabilidad concreta de cada persona individual. Por ejemplo, los jueces de la Audiencia Nacional, que son como los talibanes, creen que explicar la lucha armada en España (su origen, sus causas, su evolución) significa justificar (e incluso enaltecer) el terrorismo. Ellos no quieren explicar nada; su tarea no es científica sino puro exorcismo. Lo que buscan son cabezas de turco, chivos expiatorios.

Esa es la ideología dominante, la versión oficial, tan ampliamente extendida que la comparten tanto los aparatos represivos del Estado como una gran mayoría de la población, destinada a convertirse en sus víctimas propiciatorias.

El hecho de que la búsqueda de unos "culpables", sea comúnmente compartida, tiene fuerza demostrativa, de tal manera que la lucha contra la religión (y contra la ideología dominante) se convierte en una tarea farragosa, no sólo porque se produce en condiciones de aislamiento social, sino porque se duplica el esfuerzo: primero hay que demostrar que la versión oficial es espuria y luego hay que exponer la tesis en positivo.

La ideología dominante rehuye las explicaciones para apoyarse en las emociones. Para la burguesía el Siglo de las Luces y de la Razón se ha acabado para siempre. No hay vuelta de hoja. Desde el 11 de setiembre de 2001, las sucesivas matanzas se han convertido en el mecanismo más poderoso de manipulación de las masas con llamamientos irracionales a sus más bajos y más primarios instintos, siguiendo el modelo de unidad y unanimidad impuesto por el fascismo en los años veinte del pasado siglo.

Asistimos a una nueva caza de brujas de carácter masivo. El verdadero fanatismo es el que están desatando desde las más altas instancia de los Estados europeos y su objetivo no es una religión, ni un círculo reducido de creyentes fanatizados. No nos confundamos. El objetivo no es la religión. Tratan de distraernos: no vivimos una guerra de religiones ni de civilizaciones sino de clases sociales. Después del ataque a la vanguardia la burguesía ha pasado al asalto de la retaguardia. Una vez destruida la URSS y minimizados los partidos comunistas, van a por toda la clase obrera europea, que ya no tiene en quién apoyarse.

A diferencia de ciertos "marxistas", las clases dominantes sí saben discriminar, no meten todo en el mismo saco. La discriminación es la imposición de divisiones dentro de la clase obrera, el preludio de un ataque a sus sectores más débiles, los inmigrantes, que servirá como modelo para atacar luego al resto. En la medida en que la parte más débil de la clase obrera profesa creencias islámicas, el ataque se disfraza como un ataque a su religión, previamente denostada, ridiculizada y menospreciada.

Para los progresistas y los antifascistas se trata de todo lo contrario; no de defender a una religión sino a la clase obrera en su conjunto, lo cual exige pasar al contra-ataque contra el único enemigo que -a diferencia del Islam- forma parte del poder político en la sociedad europea en la que vivimos: la cristiandad. Si alguien quiere hacer un caballo de batalla de la lucha contra la religión, ahí tiene su mejor adversario. ¿O necesita, una vez más, meterlo todo en el mismo saco?, ¿acaso su coraje sólo les alcanza para atacar a los más débiles?

A la clase obrera europea ya le queda poco que esquilmar. Por consiguiente, una ofensiva de las proporciones que estamos padeciendo sólo tiene una explicación: las potencias imperialistas se preparan para una nueva guerra mundial y, lo mismo que en 1939, necesitan cerrar filas previamente en el frente interior: aplastar la más mínima posibilidad de que encuentren oposición dentro de su propio país.

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