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La guerra popular prolongada e ignorada entre Lenin y el general sudista Robert E.Lee

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Un domingo, en plena canícula veraniega, no hay nada mejor que despertarse y tomarse un té en bermudas leyendo titulares del Washington Post (portavoz de la CIA, no lo olviden) como “En Seattle la gente protesta contra los monumentos de la Confederación y el comunismo”, acompañados de un vídeo que así lo pretende acreditar (*).

En realidad en el vídeo no aparece “gente” sino sólo siete fascistas en una pequeña plazoleta junto a un gran monumento (cinco metros de alto y siete toneladas de bronce) dedicado a Lenin del que es la primera noticia -y la más importante- que tenemos. La verdadera sorpresa es ésta porque los carteles que portan los descerebrados parecen sacados de los peores tiempos de la Guerra Fría sobre el gulag (“100 millones de muertos”), la neutralidad (“Lenin es Hitler”) y la actualidad (el leninismo se ha reencarnado en el bolivarismo).

El monumento es lo que más visitan los turistas de la ciudad. Se instaló en 1995, cuando todos creíamos -ingenuamente- que la Guerra Fría había acabado y que el comunismo era historia, el pasado, el momento ideal para este tipo de conmemoraciones. Para nada. Ahora el alcalde demócrata de Seattle, Ed Murray, da la razón a “la gente” y llama a la retirada del monumento a Lenin.

En contra de lo que dice el -cada vez más infumable- Washington Post, la única “gente”, la verdadera “gente” es la que visita el monumento, no la que quiere derribar una seña de identidad de la ciudad y el barrio de Fremont, donde está instalado. Se trata de un barrio “progre” en el que los vecinos presumen de una bohemia a la antigua usanza, un poco trasnochada. Lo mismo que el barrio, la ciudad también es “progre” y por eso ha puesto a tipos, como el demócrata Murray, al frente de la alcaldía.

Pero una noticia así es como el Pisuerga cuando pasa por Valladolid: aprovecha la marea de movilizaciones (la verdadera“gente”) de costa a costa de Estados Unidos que exige el derribo de los monumentos confederados, símbolos del esclavismo. Cuadra a la perfección con el mensaje “neutral” que Trump emitió tras el crimen de Charlottesville: ni fascistas ni antifascistas, los unos y los otros, todos son iguales...

A diferencia del partidismo leninista, la neutralidad es la divisa del nuevo ocupante de la Casa Blanca (Lee = Lenin, Lenin = Hitler), salvo si se trata de “América” porque entonces, como dice “la gente” en sus camisetas “Make America Great Again” (Hagamos grande otra vez a América).

Puestos a derribar monumentos, hay que aprovechar la ocasión para derribarlos (casi) todos. Con este alarde de neutralidad algún despistado que no lee la letra pequeña puede llegar a confundir a Lenin con el general Robert E. Lee, jefe del ejército confederado porque el cretinismo es la seña de identidad de los políticos eatadounidenses, aún más que los españoles.

El alcalde Murray (demócrata) es tan neutral como Trump (republicano). El jueves llamaba a eliminar todos los símbolos de racismo y de odio (la palabra mágica del momento), “cualquiera que sea su filiación política”. Como ven, es esa neutralidad entre unos y otros (extremos) lo que les sitúa a ellos justo en el centro, que es donde les gusta creerse.

El discurso se lo habían escrito porque un alcalde no es capaz de hablar como habló Murray, con un verbo tan solemne como ridículo: “No deberíamos idolatrar a los personajes que han cometido atrocidades violentas y quieren dividirnos en función de lo que somos o de dónde venimos”.

Murray es centrista, pero ¿dónde está el centro de Seattle? En algún punto intermedio entre Lenin y Lee. Si se mete en el mismo saco al bolchevique ruso con el general virginiano, hay que buscar el punto de equidistancia en el plano, y se acaba encontrando un memorial confederado en el cementerio del lago.

Pero a nosotros aquí nos interesa más el arte que la política, por lo que nos sentimos en la obligación de contar la historia de una escultura tan munumental. Resulta que fue esculpida entre 1978 y 1988 en Eslovaquia por Emil Venkov y llevada a la ciudad de Propad, en la frontera de Checoslovaquia con Polonia en un momento muy malo: justo cuando el Telón de Acero estaba a punto de desplomarse.

Con el Telón cayó también la estatua, hasta que fue redescubierta por Lewis Carpenter, un estadounidense que, como nosotros, es tan aficionado al arte que contrató un préstamo hipotecario para comprarla y llevarla hasta Issaquah, un pueblo a 35 kilómetros de Seattle, hasta que al morir Carpenter en 1994 la trasladaron de nuevo a su ubicación actual.

La estatua es, pues, propiedad privada de los herederos de Carpenter, lo mismo que el memorial sudista del cementerio. La diferencia entre ambos es que los herederos de Carpenter han puesto a la venta la estatua de Lenin. El precio es de 25.000 dólares. Por lo tanto, si alguien quiere quitarla de la calle, no tiene más que comprarla y llevársela a su casa porque vivimos en un mundo de libre mercado.

(*) https://www.washingtonpost.com/video/c/embed/bf34ae10-8426-11e7-9e7a-20fa8d7a0db6


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