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Orwell: homenaje al delator

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El imperialismo le puso un micrófono a Orwell
El escritor George Orwell aúna en su persona la condición de soplón del espionaje británico (IRD) con la de trotskista que estuvo en la guerra civil española, naturalmente en las filas del POUM de Andrés Nin y Maurín. Es una criatura encumbrada por la guerra fría, un vulgar alcahuete de la policía británica, un vil delator de los intelectuales progesistas.

Su importancia deriva del detalle siguiente: no sólo desfigura la historia sino que trata de silenciar y encarcelar a quienes luchan por un mundo mejor, por la revolución. Para que él pueda mentir los demás deben ser acallados. Una cosa conduce a la otra.

Hace años que la apertura de los archivos del Foreign Office puso al descubierto su personalidad fraudulenta. La ausencia de escrúpulos del escritor británico sólo fue equiparable con la de los más despreciables protagonistas de sus propias novelas. La recuperación del material secreto de la época demuestra que Orwell denunció hasta 125 escritores y artistas como compañeros de viaje, testaferros del comunismo o simpatizantes. Haciendo uso de las lecciones aprendidas en la policía colonial del Imperio Británico, Orwell se dedicó a anotar escrupulosamente sus impresiones acerca de los intelectuales con los que mantenía relación en una libreta de tapas azules. La mayoría de ellos ni siquiera eran comunistas, sino intelectuales progresistas o, simplemente, liberales. Del poeta inglés Tom Driberg, por ejemplo, decía: “Se cree que es miembro clandestino del PC, judío inglés, homosexual”. Del músico de color Paul Robeson: “muy antiblanco”. Definió a Kingsley Martin, director del semanario laborista de izquierdas, New Statesman, como “un liberal degenerado, muy deshonesto”. Calificaba a Malcolm Nurse, uno de los padres de la liberación africana, de “negro, antiblanco”. Insertó a John Steinbeck en su cuaderno delator por ser, según su opinión, un escritor espurio y pseudoingenuo. Ni Charles Chaplin ni Bernard Shaw ni Orson Welles ni E. H. Carr, se libraron del lápiz acusador de George Orwell.

Sobre las milicianas del PCE que combatían al fascismo en el frente en primera línea, Orwell escribió: “Las pocas mujeres que están en el frente, son simplemente una fuente de celos”. Pese a ello, una editorial que alardea de libertaria como Virus reeditó en 2000 -por enésima vez- la obra (Homenaje a Cataluña) de un trotskista como Orwell que parece alejado de su línea, no por trotskista sino por imperialista, racista, misógino, homófobo y reaccionario. Eso sólo se explica por el pragmatismo sin principios que caracteriza a determinados libertarios de hoy día que, como los de Virus, dan por bueno todo aquello que sea la difamación más grosera del comunismo, sin siquiera alertar a sus lectores de la conexiones del libro que publican con el imperialismo. Algunos anarquistas alardean de su lucha contra el Estado, contra todo Estado, para convertirse en altavoces de sus más inmundas cloacas, editando los libros que El País luego reseña. ¿Tienen repartidas las tareas entre ellos?

Orwell escribió en 1945 Rebelión en la granja a la estela ideológica del agente de la CIA Burnham, a quien veneraba. La narración tuvo una pobre acogida en Inglaterra donde Orwell sólo logró vender 23.000 ejemplares. Sin embargo, al año siguiente la novela cruzó el Atlántico y en Estados Unidos los servicios de inteligencia se encargaron de convertirla en un éxito de ventas. La obra se vendió por centenares de miles, aunque su calidad literaria fuera algo más que dudosa. No en vano, la CIA disponía de la influencia necesaria en los medios de comunicación para convertir lo mediocre en excelente. Los elogios fueron casi unánimes en la prensa norteamericana. El periódico New Yorker, por ejemplo, calificaba a Rebelión en la granja como un libro “absolutamente magistral” y sostenía que había que empezar a considerar a Orwell como un escritor de primera línea, comparable con Voltaire.

Como no podía ser menos, la infraestructura de la CIA en Hollywood se hizo cargo también de financiar la versión cinematográfica de Rebelión en la granja. No se escatimaron dólares a la hora de invertir. Un ejército de ochenta dibujantes asumió la tarea de construir las 750 escenas con los 300.000 dibujos a color que requería la producción de la película en dibujos animados. El guión fue asesorado por el Consejo de Estrategia Psicológica, que procuró que el mensaje fuera nítido y favorable a los planes de la CIA. La película contó con una enorme cobertura publicitaria y pudo verse hasta en el último confín del mundo capitalista.

En 1949, unos meses antes de su muerte, Orwell publicó la novela 1984. Animado por el inesperado éxito de su granja, el escritor británico rescató el anticomunismo como tema central del nuevo libro. No fue tampoco original. Su novela es un plagio de la obra Nosotros, escrita por Evgeni Zamiatin, un narrador ruso de principios del siglo XX.

Esta novela también encajaba en la ofensiva ideológica de la CIA. Isaac Deutscher describía así el impacto que el libro había provocado en la opinión pública norteamericana: “¿Ha leído usted ese libro? Tiene que leerlo, señor. ¡Entonces sabrá usted por qué tenemos que lanzar la bomba atómica sobre los bolcheviques!” Con esas palabras -decía Deutscher- un ciego, vendedor de periódicos, le recomendó en Nueva York 1984, pocas semanas antes de la muerte de su autor.

La transmisión de un mensaje construido por los diseñadores de la guerra fría le permitió a Orwell el éxito fácil y la notoriedad rápida. Era un farsante. Su vida acabó donde había empezado: al servicio de la policía imperial británica. No criticaba una sociedad burocratizada de vigilancia total sino que estaba contribuyendo a crearla y fomentarla.

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