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‘¿Creéis que el camino de la Revolución está sembrado de rosas?’

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Juan Manuel Olarieta

Lo mismo que Marx, Lenin era extremadamente minucioso. Para escribir su obra “El imperialismo fase superior del capitalismo” llenó 15 cuadernos con notas tomadas de múltiples lecturas. Los enumeró con letras griegas y hacen referencia a 106 libros publicados en alemán, 23 en francés, 17 en inglés y 2 traducidos al ruso, además de 232 artículos publicados en 345 periódicos alemanes, 8 ingleses y 7 franceses.

A esos cuadernos de notas hay sumar otros cuantos que tituló “Sobre el marxismo y el imperialismo” que en total tienen unas 700 páginas más que ponen de manifiesto el estilo de trabajo leninista: documentado, profundo y exhaustivo. Para escribir su obra Lenin leyó prácticamente todo lo que se había escrito previamente y condensó sus conclusiones en 150 páginas que no son más que la punta de un gran iceberg.

Pero lo más importante, con diferencia, es que Lenin escribía con una mano y trabajaba con la otra. Mientras escribía su obra, rompía con la II Internacional, estallaba la Primera Guerra Mundial y la Revolución de Febrero de 1917. El folleto no podía ser de más actualidad, pero entonces ocurrió lo mismo que ahora: los árboles no dejaban ver el bosque; el problema era tan evidente que se hizo invisible.

Las frases de Lenin sobre el imperialismo se han repetido muchas veces. Forman parte ya de la retórica y ayudan poco a entender algo que no aparece en ningún párrafo de ninguna obra de Lenin: eso que solemos llamar “el posicionamiento”, que es algo que va más allá de la práctica y de lo concreto. Es la “toma de partido”, algo que en referencia al imperialismo resulta imprescindible... o eso es lo que cabe esperar de alguien que se califica como leninista.

Sin embargo, no es así. Bajo el imperialismo, al mismo tiempo que las grandes potencias forman bloques rivales, algunos de los pequeños Estados impulsaron el movimiento de los “no alineados” y ciertos grupos comunistas hacen lo propio, justificándose con extravagantes frases extraídas de acá y de allá, así como llamamientos a la paz que son otros tantos brindis al sol.

Es evidente que dicha neutralidad es impostada; no existe como tal. No es más que un alineamiento camuflado, como cuando Poncio Pilatos se lavó las manos ante la matanza de los niños inocentes.

Es cierto que la posición de Lenin durante la Primera Guerra Mundial se enfrenta a la de la II Internacional, que deja de ser “internacional” para alinearse con la propia burguesía. La socialdemocracia descubrió así su carácter nacionalista o, en palabras de Lenin, eran “socialpatriotas”. A partir de ahí algunos interpretan que la posición de Lenin fue la de lavarse las manos como Poncio Pilatos: ni unos ni otros, no existe imperialismo bueno, se le hace el juego a unos o a otros, etc.

Es evidente que eso, por su propia abstracción, no tiene nada que ver con el leninismo, que siempre es partidista. Lo que Lenin sostuvo a partir de 1914 es lo opuesto a la II Internacional, es decir, la derrota de la propia burguesía. No puede haber mayor toma de partido que esa, que en Rusia se interpretó como una traición a la patria, o sea, al zarismo y a la burguesía, que acusaron a los bolcheviques de ser espías de los alemanes, de trabajar para el bando contrario en la guerra. Lo mismo que ahora, en 1917 la burguesía rusa lanzó esa típica pregunta: “¿A quién beneficia la política bolchevique?” y cuando la burguesía (y los grupos oportunistas) hacen ese tipo de preguntas se quieren referir a qué país, a qué potencia imperialista estaban beneficiando los bolcheviques, es decir, que todos ellos (burgueses y oportunistas) entienden estos problemas en términos nacionales exclusivamente.

Si esa discusión ya era intelectualmente apasionante en 1914, tras la Revolución de Octubre se hizo acuciante, no sólo porque los bolcheviques habían prometido sacar a Rusia de la guerra sino porque Alemania atacó Petrogrado, la capital revolucionaria por excelencia. No había tiempo para folletos; ni siquiera para discursos. Había que hacer algo y las propuestas iban mucho más allá del Partido bolchevique porque concernían a los soviets, es decir, a los demás partidos, y al gobierno de coalición con los eseristas de izquierda.

En aquel momento, enero de 1918, se puso de manifiesto que nadie había entendido a Lenin, ni siquiera dentro del propio Partido bolchevique, donde sus posiciones eran muy minoritarias, hasta tal punto que las dos mayores organizaciones, las de Moscú y Petrogrado, le desautorizaron y le atacaron violentamente. Es muy significativo recordar que menos de dos después de la Revolución, el 28 de diciembre de 1917, la organización bolchevique en Moscú aseguraba en un comunicado que había perdido su confianza en el Comité Central.

¿Por qué motivo? Porque Lenin le estaba haciendo el juego al imperialismo alemán, una opinión muy extendida entonces. Los escritos de aquella época de Lenin sólo reflejan una parte ínfima de la multitud de reuniones que tuvo que mantener con unos y otros para sacar adelante sus tesis. No se conservan actas de la mayor parte de ellas, sino sólo algunos recuerdos escritos posteriormente, muchos de ellos procedentes de militantes de otros partidos, especialmente eseristas, que estaban presentes en aquellas reuniones.

Por ejemplo, el 8 de enero los bolcheviques convocaron una Conferencia especial para aprobar la salida de la guerra mundial, en la que se pusieron de manifiesto las tres posiciones internas. La primera fue la de Bujarin, entonces un izquierdista furibundo que defendía la continuación de la guerra, cambiándole el nombre por el de “guerra revolucionaria”. Fue la mayoritaria, ya que alcanzó 32 votos. La segunda fue la de Trotski, una propuesta insustancial que se podía resumir en “ni guerra ni paz”, que reunió 16 votos. La de Lenin fue la más minoritaria, ya que sólo logró reunir 15 votos.

Tres días después se reunió el Comité Central para discutir lo mismo. Lenin volvió a perder la votación de nuevo y así podríamos seguir relatando reuniones, tanto internas como del gobierno o los soviets, en las que la mayoría estaba en su contra. En más de un debate el Partido bolchevique estuvo al borde de la escisión. Incluso los militantes de mayor confianza no aceptaban las posiciones leninistas. Uno de ellos fue Dzerzhinski, que en una reunión le reprochó a Lenin que alentaba al imperialismo alemán y en otra de sostener las mismas posiciones que Zinoviev y Kamenev, es decir, que le calificaba a Lenin de revisionista, nada menos. Lo mismo se puede decir de otros militantes de enorme prestigio, como Alejandra Kolontai o Elena Stasova.

Las reuniones eran maratonianas. A altas horas de la madrugada las discusiones continuaban en medio de humaredas insalubres de tabaco, y los intentos de Sverdlov y Stalin antes de las reuniones para inclinar el voto a favor de Lenin nunca fructificaron. Tampoco las amenazas de Lenin de dimitir del gobierno y abandonar el Partido bolchevique. Todo invita a pensar que incluso quienes votaban a su favor no lo hacían convencidos de su posicionamiento sino por la confianza personal que les inspiraba.

El contexto no podía ser más dramático porque el ejército alemán estaba a las puertas de Petrogrado. Ni siquiera había tiempo para evacuar la ciudad, cuya población hubiera podido resultar aplastada literalmente. Apenas hubo tiempo para preparar lo que se había hecho cien años antes con Moscú ante las tropas napoleónicas: destruirla, quemar los edificios y volar los puentes y las fábricas.

Por fin, después de dos meses de debates agotadores, en febrero de 1918, en una reunión del Consejo de Ministros hasta Trotski se inclinó a votar a favor de Lenin, que obtuvo una mayoría pírrica. Redactaron al momento un oferta de paz dirigida a Alemania y Lenin la firmó en su condición de Presidente del Gobierno, pero cuando se la pasó a Trotski para que hiciera lo propio, éste se negó. El entonces ministro de Asuntos Exteriores era de los que tiraba la piedra y escondía la mano. No quería comprometerse; había votado a favor de Lenin a regañadientes. No quería que su firma constara en algo en lo que no creía en absoluto. Dijo que bastaba con la firma del Presidente del Gobierno y Lenin insistió en que también el ministro de Asuntos Exteriores debía firmar.

Lo mismo ocurrió cuando se formó la comisión encargada de negociar con los alemanes. Le designaron a Trotski, que se volvió a negar. Entonces tuvieron que recurrir a Chicherin, que entonces era miembro del Partido menchevique. Era preferible alguien así, un menchevique, antes que un “bolchevique” como Trotski que votaba una cosa cuando quería hacer la contraria.

Uno de los pocos discursos de Lenin que se conservan de aquella época es aquel en el que tanto a sus amigos como a sus enemigos les pregunta: “¿Creéis que el camino de la Revolución está sembrado de rosas?, ¿que no hay más que marchar de victoria en victoria, al son de ‘La Internacional’ y con las banderas al viento? Así sería fácil ser revolucionario. No, la Revolución no es un juego divertido. No, el camino de la Revolución está lleno de zarzas y espinas. Aferrándonos al suelo que se nos escapa, con nuestras uñas y nuestros dientes, arrastrándonos si es necesario, cubiertos de lodo, debemos marchar, a través del fango, hacia adelante, hacia el comunismo y saldremos vencedores de la prueba”.

En la medida en que hoy el mundo se encamina de nuevo hacia la guerra imperialista, aquellos debates de hace un siglo se vuelven a reproducir, no sólo porque la noción de imperialismo no está clara sino -sobre todo- porque los posicionamientos siguen siendo erróneos. Cuando en uno de aquellos debates a Lenin le reprocharon que sus posiciones beneficiaban al imperialismo alemán, les reconoció que, en efecto, así era. Pero las posiciones contrarias beneficiaban a los imperialistas del otro bando. Por lo tanto, decía Lenin, no preguntemos a qué país beneficia nuestro alineamiento; preguntémonos si beneficia a nuestra clase, al proletariado. Es así como Lenin resumía la consigna de transformar la guerra imperialista en guerra civil.

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