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El golpe de Estado judicial (1)

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Juan Manuel Olarieta

Tanto en Italia en los años noventa, como luego en España y actualmente en toda América Latina el aparato judicial se ha convertido en la herramienta perfecta para los golpes de Estado “limpios”, no traumáticos, ese tipo de operaciones políticas de envergadura que se encubren tras las campañas contra la corrupción, contra la Mafia o contra los GAL.

Su característica fundamental, como se ve, es la naturaleza instrumental de eso que llaman “poder” judicial y que contrasta con aquello que escribió Montesquieu a mediados del siglo XVIII: que el poder judicial era “de alguna manera” nulo, es decir, que los jueces nunca han sido un “poder”.

En efecto, Montesquieu tenía razón: los jueces no son un poder sino un instrumento del poder, es decir, herramientas dóciles y manipulables, todo lo contrario de la “independencia” que se les supone.

Los procesos contra la corrupción demuestran que el moderno capitalismo monopolista de Estado no es capaz de depurarse a sí mismo por las vías tradicionales que la revolución burguesa implementó en 1800 para estos menesteres, por una razón de fondo: porque están dejado de ser Estados democráticos.

Lo estamos viendo todos los días por la televisión: los políticos jamás asumen responsabilidades políticas... salvo cuando un juez dictamina que han cometido un delito. Por eso, el Derecho Penal ha dejado de ser lo que siempre fue desde los tiempos de Beccaria en el siglo XVIII. Hoy la responsabilidad criminal encubre la responsabilidad política y, naturalmente, se prostituye con ella. No tiene ya un carácter democrático (subjetivo) sino objetivo y colectivo.

Al adquirir una naturaleza política, la responsabilidad criminal es cada vez más esponjosa, por no decir que, si es necesario, se orquestan verdaderos montajes judiciales que normalmente siguen el siguiente curso:

1. El juez busca un chivo expiatorio, normalmente un segundón y un comisionista que se ha embolsado un porcentaje residual del negocio.

2. Le criminaliza para chantajearle, e incluso le detiene y le ingresa en prisión.

3. El segundón no es el objetivo final sino otro instrumento para cazar al de arriba, al jefe, a los jefes y a algunos de los compinches de los jefes (no todos).

4. El juez le ofrece al segundón una salida: debe convertirse en delator. Como no tiene pruebas, el juez reconvierte al acusado en testigo, al mismo tiempo que le amenaza. A través del chantaje, el juez fabrica las pruebas en complicidad con el fiscal y con la policía.

5. Pero el segundón no es realmente un testigo, un observador imparcial, sino alguien interesado por el éxito del montaje judicial ya que, a cambio de declarar contra el jefe, resultará absuelto o beneficiado. En Italia lo llaman “chiamata di correo”.

6. La condena judicial no depende de la gravedad del delito cometido sino de la delación, que no es más que un caso de traición. El moderno dispositivo judicial premia la traición.

El sistema judicial está, pues, tan corrompido como la corrupción que dice combatir. La lucha contra la corrupción se basa en crear corrupción y cambiarla de sitio.

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