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El papel de Estados Unidos en el asesinato de Gadafi (2)

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Para cuando Mahmoud Jibril pasó la aduana en el aeropuerto de Le Bourget y tomó la carretera de París, la Secretaria de Estado norteamericana llevaba ya esperando horas. Pero era una cita que Hillary Clinton no podía cancelar. Su entrevista decidiría si los EE.UU. iban de nuevo a la guerra.

En los últimos momentos de la Primavera Árabe, el coronel Muammar el-Gadaffi se enfrentaba a una furiosa revuelta de los libios decididos a poner fin a su quijotesco período de poder de cuarenta y dos años. Las fuerzas del dictador se acercaban a Bengazi, centro neurálgico de la rebelión, amenazando con un baño de sangre. Francia e Inglaterra estaban apremiando a los Estados Unidos a unirse a su campaña militar para detener a las tropas de Gadaffi, y ahora también la Liga Árabe estaba llamando a la acción.

El presidente Obama era profundamente cauteloso respecto a otra aventura militar en un país musulmán. La mayoría de sus consejeros veteranos le estaban diciendo que se quedara al margen. A pesar de ello, envió a la señora Clinton a sondear a Jibril, líder de la oposición libia. Su encuentro, a últimas horas de la noche del día 14 de marzo de 2011, sería la primera oportunidad para un funcionario norteamericano de alto nivel de tener una impresión de para quien exactamente se pedía el apoyo de los Estados Unidos.

En su suite del hotel Westin, Clinton y Jibril, un político y científico doctorado por la Universidad de Pittsburgh, hablaron largamente sobre la dinámica situación militar en Libia. Pero Clinton también estaba pensando en Irak, y las duras lecciones que supuso para la intervención norteamericana.

¿Representaba el opositor Consejo Nacional de Transición la totalidad de un país profundamente dividido, o solamente una región del mismo? Si el coronel Gadaffi, dimitía, huía o era asesinado ¿disponían de un plan para lo que viniera?

“Ella preguntó todo lo imaginable”, recuerda Jibril, y conquistó a la Secretaria de Estado. Los líderes de la oposición “dijeron todas las cosas convenientes sobre apoyar a la democracia y a la no discriminación, sobre construir instituciones libias, y compartiendo alguna esperanza de que nosotros pudiéramos dar un empujón”, dijo Philip H. Gordon, uno de sus secretarios asistentes. “Nos dieron lo que queríamos escuchar. Y lo que queríamos creer”.

El convencimiento de Clinton sería esencial para persuadir a Obama de unirse a los aliados en los bombardeos de las fuerzas del coronel Gadaffi. De hecho, el Secretario de Defensa de Obama, Robert M. Gates, diría posteriormente que fue el apoyo de Clinton el que marcó la decisión de Obama.

Las consecuencias irían mucho mas allá de lo que nadie hubiera imaginado, convirtiendo a Libia en un Estado fracasado, y en un refugio de terroristas. Un lugar en donde las más desastrosas respuestas a las preguntas que hizo Clinton se han hecho realidad.

Es la historia de cómo una mujer, a la que su voto en el Senado a favor de la guerra en Irak condenó su primera campaña presidencial, repite sin embargo la jugada, e impulsa otra acción bélica en otro país musulmán. Ya que ahora persigue de nuevo ocupar la Casa Blanca, haciendo campaña en parte basándose en su experiencia como la jefa de la diplomacia del país, un examen de las intervenciones que patrocinó la exhibe en lo que tal vez fuera su momento de máxima influencia como Secretaria de Estado. Es un útil retrato, que prueba qué clase de presidenta pudiera llegar a ser, especialmente en lo que se refiere a la principal adivinanza de la política exterior de hoy: cuándo, cómo y si los Estados Unidos aplicarán su poder militar en Siria o en otro lugar del Medio Oriente.

Desde el inicio del debate sobre Libia, Clinton era una estudiante diligente, una implacable inquisidora, absorbiendo gruesos libros de informes, provocando puntos de vista diferentes de sus subordinados, estudiando a sus colegas extranjeros para aprender como vencerlos. Era pragmática, con voluntad de improvisación, de probar soluciones por carambola. Pero sobre todo, en opinión de aquellos más cercanos, su actuación en Libia ilustra cómo, ante disyuntivas sobre seguridad nacional o política exterior, estaba inclinada a la acción, en marcado contraste con los enfoques más reticentes de Obama.

Anne-Marie Slaughter, su directora de planificación política en el Departamento de Estado, destaca que en sus recuerdos y conversaciones Clinton siempre hablaba de querer ser cogida “con las manos en la masa”. En otras palabras, prefería ser criticada por lo que hiciera que por no haber hecho nada. “Es muy cuidadosa y reflexiva”, declaraba Slaughter. “Pero cuando la elección es entre la acción y la pasividad, con riesgos en los dos casos, lo que sucede a menudo, ella prefiere estar con las manos en la masa”.

El examen del New York Times sobre la intervención nos ofrece un detallado relato de como la profunda confianza de Clinton sobre el poder de los EE.UU. para beneficiar al mundo se aplicó en un país tribal, sin un gobierno efectivo, con facciones rivales y una cantidad de armas abrumadora. El Times entrevistó a mas de 50 funcionarios norteamericanos, libios y europeos, incluyendo a muchos de los principales actores. Prácticamente todos aceptaron comentar la cuestión, manifestando su pesar, frustración y en algunos casos su confusión sobre lo que falló y lo que se hubiera podido hacer de diferente manera.

¿Fue un error la decisión de intervenir en primera fila, o bien fue demasiado lenta la misión de proteger a los civiles en el desalojo de un dictador, o el fracaso en el envío de una fuerza de paz tras el desastre?

Hillary Clinton declinó la entrevista. Pero en público, afirma que “es pronto para hablar” sobre como las cosas resultaron en Libia, llamando así a un enfoque más intervencionista en Siria.

La caída de Libia en el caos comenzó con una precipitada decisión de ir a la guerra, realizada en lo que un alto funcionario denominó “sombra de incertidumbre” respecto a las intenciones del coronel Gadaffi. La misión se fue desarrollando inexorablemente incluso cuando Clinton pudo prever algunos de los riesgos de derribar otro dirigente. Presionó a favor de un programa secreto de suministro de armas a las milicias rebeldes, un esfuerzo que nunca antes se había confirmado.

Solo después de la caída de Gadaffi y de que se desaparecieran lo que un diplomático estadounidense denominó “las endorfinas de la revolución”, se hizo claro que los nuevos líderes libios no estaban de acuerdo en la tarea de unificar el país, y de que las elecciones que tanto Clinton como Obama señalaban como una prueba del éxito únicamente profundizaban las divisiones en Libia.

Ahora Libia, con una población menor que la de Tennessee, plantea una enorme amenaza en la zona y mas allá de ella, planteando la cuestión de si la intervención evitó una catástrofe humanitaria o simplemente contribuyó a crear una de otro tipo. El saqueo de los grandes arsenales del coronel Gadaffi durante la intervención alimentó la guerra en Siria, fortaleciendo a los grupos terroristas y criminales desde Nigeria hasta el Sinaí, desestabilizando Mali, en donde los islamistas atacaron un hotel de la cadena Radisson en noviembre pasado, matando a veinte personas.

Un creciente tráfico de personas ha enviado aun cuarto de millón de refugiados hacia el norte, a través del Mediterráneo, con cientos de ahogados en el camino. La guerra civil en Libia ha dejado dos gobiernos rivales en el país, ciudades en ruinas y más de 4.000 muertos.

Entre toda esta lucha, el Estado Islámico ha construido su más importante puesto avanzado en Libia, un reducto en el que refugiarse cuando está siendo bombardeado en Siria y en Irak. Mientras el Pentágono afirma que la fuerza del Estado Islámico, en rápido aumento, ahora cuenta entre 5.000 y 6.500 efectivos, algunos de los más altos consejeros de Obama en seguridad presionan para una segunda intervención militar en Libia. El 19 de febrero, aviones militares persiguiendo a un militante tunecino bombardearon un campo de entrenamiento del Estado Islámico en el oeste de Libia, matando al menos a 41 personas.

“Tuvimos un sueño”, afirmaba Jibril, quien ejerció de primer ministro de Libia. “Y para ser sincero, tuvimos una oportunidad de oro para volver a la vida este país. Desgraciadamente, este sueño quedó hecho añicos”.

En el marco de la campaña, y en incesantes investigaciones congresuales, los críticos republicanos han utilizado un especial episodio trágico. El 11 de septiembre de 2012, unos terroristas atacaron un complejo diplomático estadounidense en Bengazi, matando al embajador J. Christopher Stevens y a otros tres norteamericanos, un golpe para el anterior Secretario de Estado. Y en tanto que los intentos de culpabilizar a Clinton han quedado frustrados, su rival a la nominación presidencial demócrata, el senador Bernie Sanders de Vermont, se ha centrado en el papel desempeñado por aquella en el contexto de la intervención en Libia; durante un reciente debate afirmo que la “Secretaria Clinton está muy implicada en el cambio de régimen”.

El presidente Obama ha denominado al fracaso en no poder hacer más en Libia su “mayor lección de política exterior”. Y Gerard Araud, el embajador francés de Naciones Unidas durante la revolución, está profundamente consternado por los resultados de la intervención en 2011: el Estado Islámico a sólo “300 millas de Europa”, una crisis de refugiados que es “una tragedia humana y política”, y la desestabilización de gran parte del oeste africano. “Hay que hacer una elección moral: o un baño de sangre en Bengazi y mantener a Gadaffi en el poder, o lo que ahora está sucediendo”, ha declarado Araud. “Es una cuestión difícil, porque ahora los intereses de las naciones occidentales se ven mucho mas afectados por lo que está sucediendo en Libia”.

Eran las últimas horas del 15 de marzo de 2011, y Araud abandonaba su oficina cuando sonó el teléfono. Era su colega norteamericana, Susan E. Rice, con un serio mensaje. Francia y Gran Bretaña estaban presionando para un voto en el Consejo de Seguridad sobre una resolución declarando una zona de exclusión aérea que impidiera al coronel Gadaffi masacrar a sus oponentes. Rice llamaba para rechazarlo, con un característico lenguaje.

“Dijo, y cito literalmente ‘No nos vais a meter en vuestra guerra de mierda’”, dijo Araud, en la actualidad embajador de Francia en Washington. “Nos dijo ‘Estaremos obligados a seguiros y apoyaros, y no queremos hacerlo’. La conversación se hizo tensa. Le respondí ‘Francia no es un instrumento de los EE.UU.’ La política de Obama en aquella época se basaba en evitar una nueva guerra en el mundo árabe”.

En las semanas precedentes, una serie de encuentros de alto nivel se habían mezclado con una rebelión en aumento, y algunos jóvenes consejeros de la Casa Blanca consideraban que el presidente debiera unirse al esfuerzo internacional.

Pero una fuerza mucho mayor se había declarado contra un compromiso de los EE.UU., incluyendo al vicepresidente Joseph R. Biden Jr., Tom Donilon, consejero de seguridad nacional, y Gates, el Secretario de defensa, que no querían desviar el potencial aéreo norteamericano ni la atención de Afganistán y de Irak. Si a los europeos les preocupaba tanto Libia, argumentaban, que se hagan responsables de su futuro.

“Yo creo que un cierto momento dije ‘¿Puedo acabar las dos guerras en las que estoy antes de que busquéis una tercera?’”, recuerda Gates. El coronel Gadaffi, dijo, “no suponía ninguna amenaza para nosotros. Era una amenaza para los suyos, y nada mas”.

Algunos funcionarios de inteligencia veteranos tenían profundos recelos lo que pudiera suceder si Gadaffi perdía el control. En los últimos años, el dictador libio había comenzado a ayudar a los Estados Unidos en la lucha contra Al Qaeda en África del Norte. “Era un matón en un entorno peligroso”, dice Michael T. Flynn, un teniente general retirado que dirigió la Defense Intelligence Agency en aquel tiempo. “Pero mantenía el orden”.

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