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La era del vacío ideológico absoluto (2)

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Juan Manuel Olarieta

En la lucha de clases no sólo el proletariado necesita una dirección política, sino el Estado también. Sin embargo, quienes deben dirigir al Estado, los partidos políticos, no sólo no dirigen sino que son dirigidos -en todo o en parte- por el Estado.

Como en los tiempos absolutistas previos a la revolución burguesa, el Estado moderno parece haber adquirido vida propia; se retroalimenta y da la impresión de que se dirige a sí mismo, lo cual no puede ser más nefasto y explica, al menos en parte, las modernas crisis políticas, de las que España es un modelo acabado.

¿Cómo determina un Estado su propia estrategia? Expresado de otra manera: ¿quién ha sustraido a los partidos políticos su función de imponer o de cambiar la estrategia del Estado?, ¿cómo se ha llevado a cabo esa sustracción?

No siempre de la misma forma, evidentemente, aunque siempre coincide en que hay cosas a las que se las considera como esencialmente “apolíticas”. Es el caso de los nombres de los pueblos, como Guadiana del Caudillo en Extremadura, y de las calles, como Marqués de Salamanca, que se consideran como “tradiciones” que hay que respetar. Hace 100 años un ayuntamiento puso un nombre a una calle y ese mismo ayuntamiento no se lo puede cambiar. A veces es peor: ni siquiera se lo quiere cambiar. Cuando cambia el nombre de una calle es porque le obliga la ley de la Memoria Histórica. Sin ella lo dejarían tal y como está.

Pues bien, si los ayuntamientos no están para cambiar algo tan simple, ¿para qué los elegimos?, ¿por qué los cargos municipales no se convierten en vitalicios y se les encomienda vigilar para que nunca cambie nada?

Sin embargo, el aeropuerto de Madrid, que tradicionalmente se llamaba “de Barajas”, le han cambiado el nombre por el de Adolfo Suárez y nadie ha protestado por un gasto tan innecesario. En el futuro si alguien quiere cambiarle el nombre al aeropuerto le dirán que es -siempre ha sido- el nombre “tradicional”.

Una de las formas de secuestro político es la internacionalización o transformación de los problemas internos en problemas internacionales. No hay más que ver la proliferación contemporánea de organismos de todo tipo (UE, OIT, OMC, OTAN, FMI) que lo sirven todo ya precocinado y listo para el consumo, de manera que el político de turno no tenga otra cosa que referirse a lo que llega de un tinglado mundial que también parece tener vida propia. Así, las “recomendaciones” de la OMS sobre los diversos virus y pandemias mundiales son como las encíclicas de los Papas; están fuera de discusión.

En otros casos la política se solapa con la ciencia (o con una apariencia de ella). Es otro retorno a la vieja tecnocracia de los últimos años del franquismo. Así, en las últimas elecciones tanto Ciudadanos como Podemos acudieron a los “expertos” (Luis Garicano, Vicenç Navarro y Juan Torres) para elaborar su programa económico.

Pero si un país pone su política económica en manos de los universitarios, ¿para qué necesitamos a los partidos políticos? La sanidad pública es obra de los médicos, la política exterior de los diplomáticos, la militar de los generales... y así sucesivamente. No hace falta partidos políticos para nada; bastan los sucedáneos.

Los “expertos” se caracterizan porque son “apolíticos”, lo mismo que los jueces, como es bien sabido. Su tarea también es “apolítica” y consiste en poner determinados asuntos fuera del alcance del debate público: si alguien no tiene título universitario, tampoco tiene conocimientos, ni competencia para hablar de determinados problemas. Es mejor que permanezca callado. Es uno de los aspectos fundamentales de la dominación política: que el sometido se aperciba de su inferioridad frente al “experto” como el alumno del maestro.

Llega un punto en el que se pierde la costumbre de debatir, sobre todo acerca de ciertos asuntos, que se acaban convirtiendo así en “incuestionables”, en eso que llaman “cuestiones de Estado” precisamente porque el Estado no se puede cuestionar. Cuando alguien pretende introducir en el debate ese tipo de cuestiones es un “antisistema” o, como se decía antiguamente, un anarquista, alguien que quiere acabar con el Estado, con todos los Estados, con cualquier tipo de Estado, porque la burguesía no concibe otro Estado diferente al suyo.

En todos los Estados hay muchas “cuestiones de Estado” y muy pocos sucedáneos que se atrevan a tocarlas, e incluso a hablar siquiera de ellas. Hay regiones enteras del funcionamiento de un Estado de las que jamás se polemiza. Otras están declaradas como secreto “de Estado” para que nadie pregunte por ellas. Finalmente, las hay que están incluso criminalizadas: es un delito hablar sobre ellas o exponer un criterio diferente del oficial.

Son los viejos “arcanos” de los tiempos medievales, ese tipo de cuestiones que definen al Estado y, por extensión, a cualquier movimiento político dentro del mismo. Basta analizar el lenguaje con el que un movimiento político se refiere a una cuestión de Estado, para que se desnude a sí mismo. “Díme de lo que no hablas y te diré quién eres”.

Por eso cuando alguien viaja a otro Estado se queda sorprendido de que haya asuntos de los que allá nadie habla, o al revés, de que allá se hable con toda naturalidad de asuntos que en el país de origen nadie plantea.

Cuando alguna ciencia quiera medir el índice de democracia de un país, podrá recurrir a la cantidad y la calidad de las “cuestiones de Estado”. De paso le servirá también para medir el grado de servilismo de los sucedáneos políticos hacia el propio Estado.


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