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En los barrios rojos de Estambul (y 3)

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Mahir Çayan, fundador del DHKP-C
Juan Manuel Olarieta

El barrio de Çayan debe su nombre a Mahir Çayan, fundador del DHKP-C, asesinado por la policía en 1972 cuando sólo contaba 26 años de edad. A pesar de su juventud, tradujo varias obras de Marx, Engels y Lenin al turco y junto con Ibrahim Kaypakkaya y Deniz Gezmiş constituyen las figuras más importante del comunismo turco y kurdo surgido a finales de los años sesenta.

Para asentarse en Çayan los revolucionarios tuvieron que hacer frente a lo que llaman “la mafia”, que son las inmobiliarias, que pretendían derribar las viviendas de los vecinos para construir grandes bloques de apartamentos y centros comerciales. Hablaron con los especuladores para convencerles de que abandonaran sus pretensiones, pero “la mafia” recurrió a lo que mejor sabe hacer: intimidar.

“Nos vimos obligados a sancionarles”, me dice un veterano del barrio. “¿Sancionarles?, ¿qué significa eso”, pregunto. “Ellos llamaron a sus matones y en dos ocasiones dispararon en plena calle a los jóvenes revolucionarios. A uno le hirieron en una rodilla”, me explica. Entonces las milicias mataron al propietario de la inmobiliaria. Esa fue la sanción impuesta a los mafiosos.

Las calles de Çayan son bulliciosas. Los peatones y vehículos se mezclan de manera caótica y los vendedores ambulantes ocupan las aceras. Casi en cada edificio la silueta de Mahir Çayan, acompañada de siglas y consignas, recuerda el comienzo de todo.

La Tayad, la asociación de familiares de los presos políticos, ocupa una de las casas bajas que hay en el centro del barrio. Las habitaciones y los pasillos están repletas hasta el techo de revistas que esperan a los distribuidores para que las hagan llegar a cada uno de los vecinos.

En Turquía todas las organizaciones revolucionarias se vuelcan por aquellos que han perdido a sus familiares en la lucha o los tienen encarcelados. Es más que una preocupación: es una dedicación permanente, un recuerdo constante. Las luchas de hoy se nutren de las de ayer.

Una mujer fuerte se sienta a hablar conmigo en medio de aquellos paquetes de propaganda. Es la madre de un preso político. Me cuenta el origen del movimiento a comienzos de los años ochenta, sus reuniones, sus discusiones, sus movilizaciones, sus reivindicaciones... Mientras sonríe y gesticula con las manos, habla suavemente pero con una convicción rotunda: “Nosotros empezamos defendiendo a nuestros hijos y ahora defendemos su causa”, asegura.

Se cumplen 15 años de la lucha de los presos políticos turcos contra el aislamiento penitenciario, una larga huelga de hambre en la que murieron 122 de ellos. Todo lo que me cuenta me suena familiar y cercano. Es como recordar a las madres de la AFAPP hace 30 años sujetando una pancarta en la calle, bajo un frío glacial o un sol tórrido. Es la eterna estampa de aquellas mujeres de pelo blanco a las puertas de cualquier cárcel remota, siempre cargando con las pesadas bolsas de comida, de ropa, de libros...

Las cárceles son siempre las mismas y a miles de kilómetros de distancia me siento partícipe del relato de aquella madre de gesto firme y trato cercano. Como los familiares de la AFAPP, también ella estuvo detenida y condenada a tres años de reclusión por defender a los presos políticos.

Ella percibe la cercanía igual que yo. “¿Existe algo parecido a Tayad en España?”, me pregunta. “Naturalmente”. Las cárceles son iguales en todas partes y los que están encerrados en ellas también son iguales, o muy parecidos: aislamiento, dispersión, organización, reunión, movilización...

“Pero a diferencia de Tayad, en España la AFAPP nunca ha sido legalizada”, le respondo, por buscar alguna diferencia. “Tres veces pidieron su legalización y nunca se la concedieron porque oficialmente en España no hay presos políticos y, por lo tanto, no puede una haber una asociación de presos políticos”.

No puedo evitar un chiste: “Tampoco existe dios y, sin embargo, hay cientos de asociaciones religiosas legalizadas”. Pero en España la autoridad competente sólo está para dos cosas: prohibir y poner una excusa para hacerlo. No se le puede pedir que, además, sea un poco más ingeniosa.

La madre se muestra interesada en las similitudes y diferencias que encuentro entre ambos países, así que me lanzo: “Como consecuencia de la total ausencia de derechos, en España la represión contra los presos políticos se extiende a sus familias, lo mismo que en Turquía”. Sólo los bocazas no entienden que la lucha de clases no es gratuita. Se paga con cárcel y con muerte. En Turquía no hay tanto bocazas porque la persecución política está generalizada, mientras que en España es discriminatoria. A algunos sí les sale gratis. El precio cero desvaloriza la lucha de clases; la convierte en “política”, un comercio propio de charlatanes y demagogos que harta a las masas.

Nos despedimos con un largo abrazo y al salir veo enfrente del portal una excavadora en un solar. Me cuentan que los vecinos acaban de derribar el centro social y están poniendo los cimientos de otro mejor, más amplio y más moderno.

Creo que es la mejor metáfora de la misma revolución. Hay quien cree que los vecinos del mundo no merecen más que este sucio y ruinoso Estado que hemos heredado del pasado. Por el contrario, los revolucionarios quieren lo mejor para ellos. Quieren poner la excavadora en funcionamiento, derribar el viejo Estado y construir otro, el que los obreros se merecen, mejor, más espacioso, más iluminado, más moderno, más confortable... No un Estado comprado en una inmobiliaria sino construido con sus propias manos.


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