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En los barrios rojos de Estambul

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Dilek Dogan
Juan Manuel Olarieta

Con sus 20 millones de habitantes, Estambul es un territorio imposible de recorrer. Con un pie en Asia y otro en Europa, sus edificaciones se aplastan sobre un terreno sinuoso. Muchas de ellas, que cubren barrios enteros, recuerdan al viejo Pozo del Tío Raimundo de Madrid. Junto a ellas se alzan suntuosos rascacielos.

Cuando era un solar, el barrio de Armutlu (“Los Perales”, en turco) fue enteramente ocupado para que los arquitectos e ingenieros vinculados al DHKP-C construyeran allí las viviendas que hoy ocupan los vecinos. Se levanta sobre una colina con una vista majestuosa del Bósforo, donde los barcos esperan su turno para llegar al Mar Negro.

Los autobuses se detienen a la entrada del barrio, sometido día y noche a la vigilancia de patrullas revolucionarias. No hay propaganda electoral. Sin embargo, casi en cada pared, los murales y pintadas homenajean a la revolución y a la lucha contra el imperialismo.

Tropas especiales de la policía derriban las barricadas para ejecutar operaciones fulgurantes de castigo contra la población de manera periódica. Cuando llego veo algunos restos de ellas a izquierda y derecha. “La policía ha estado aquí hace un hora”, me dicen en el centro social del barrio, una modesta casa baja en el que la juventud monta guardia y vigila. Para combatir el intenso frío, queman maderas en un viejo barril y cantan y bailan cogidos de la mano alrededor de la hoguera.

Lo que el barrio tiene no se lo ha regalado nadie, ni el Estado, ni el ayuntamiento. Es suyo. Lo han construido con sus propias manos. Al lado del centro, los vecinos levantan un centro deportivo para los niños y un generador eólico de electricidad para no depender de los enganches clandestinos.

Para tratar de cualquier asunto, los vecinos se reúnen en el centro social, cuyas paredes retratan a la clase trabajadora turca. Los carteles revolucionarios conviven con cuadros del profeta Alí armado de una temible espada, “la más importante del islam”, según dice una inscripción. En una religión alérgica a cualquier iconografía, sólo puede ser algo típico de los alevis, el equivalente turco y kurdo de los alauitas sirios y libaneses.

Pregunto a los vecinos por aquella extraña coexistencia de símbolos religiosos y ateos, que hoy parece tan singular. Me explican que el centro es de los vecinos y que cada uno de ellos quiere verse reconocido en el lugar. Los alevitas no se oponen a la revolución socialista, sino al contrario. Tienen creencias comunes a la humanidad, como son la igualdad y la lucha contra la injusticia.

Recuerdo que los católicos tienen una iconografía parecida en el Arcángel San Miguel, a quien también representan con la espada que empuñó para luchar contra el dragón, símbolo del Mal y del demonio.

También recuerdo que está muy próximo el 40 aniversario de la matanza de Vitoria, cuando cinco obreros fueron asesinados al atacar la policía la iglesia en la que se reunían. La mezcla de escenarios políticos y religiosos parece ser bastante común en casi todas partes.

Los murales del barrio recuerdan uno de los últimos crímenes de la policía: el asesinato a sangre fría de Dilek Dogan, una obrera volcada en las actividades políticas y sociales de los vecinos. La policía asaltó su casa de madrugada y ella salió a su encuentro en la puerta, diciéndoles que aquello no era una cuadra.

En las viviendas turcas es costumbre quitarse el calzado antes de entrar y Dilek les mostró a la policía que tenían las botas puestas. El oficial al mando sacó una pistola y, sin mediar palabra, disparó tres tiros. Me los muestra el padre de Dilek cuando voy a visitarle a su casa. Uno atravesó la puerta del servicio, otro se alojó entre los azulejos de la ducha y el tercero impactó mortalmente en el cuerpo de Dilek, privándonos de su sonrisa para siempre.

Cuando salgo de la vivienda me abrigo porque nieva copiosamente. Mientras me calzo, el asesinato de Dilek me parece ejecutado aún con más sangre fría; pero no es sólo por el viento que recorre la lengua de agua del estrecho...

A la mañana siguiente me informan de que después de marchar, la policía hostigó al barrio durante toda la noche. Su obsesión es derribar la carpa con la que los vecinos homenajean a Dilek. El mismo empeño ponen unos en ocultar el crimen como otros en mantener vivo el recuerdo de una vecina a la que todos apreciaban.



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