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La ‘desputinización’ conduce a la polítiquería moderna

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Juan Manuel Olarieta

El domingo el Presidente del Parlamento Europeo, el alemán Martin Shulz, acusó al gobierno de Polonia de “putinizar” la política europea. Se refería a que, tras las elecciones de octubre del pasado año, el partido vencedor estaba subordinando el Estado a su programa político.

Me parece toda una declaración de largo alcance por parte de Schulz. Le faltó añadir: como en los viejos tiempos, en la época socialista de Polonia, en donde lo criticable no es que hubiera un “partido único” (porque había varios) sino que hubiera partidos políticos de verdad.

Según Schulz lo que debe prevalecer en un Estado moderno (capitalismo monopolista de Estado) es lo contrario: la inexistencia de partidos de verdad y la subordinación de los que se llaman como tales al Estado. El Presidente del Parlamento Europeo quiere Estados apolíticos.

En su declaración Schulz propone vaciar las elecciones de significado, porque la mera pretensión de que un partido recién llegado al gobierno cumpla con su programa electoral se considera como una aberración, que en Bruselas llaman “putinismo” en referencia al ogro del Kremlin.

Se pone así de manifiesto un viraje cardinal de la modernidad fascista, que es la conversión de los partidos políticos, que antes formaban parte de la sociedad civil, en parte del mismo aparato del Estado. Dicho con otras palabras: cuando los partidos políticos se subordinan al Estado, y no al revés, es la sociedad entera la que queda sometida a lo que Marx y Engels califican como “el consejo de administración de los negocios comunes de la burguesía”. La sumisión de los partidos al Estado es la sumisión a la burguesía y, en la época moderna, a la burguesía monopolista.

Lo hemos escuchado mil veces cuando un candidato sale elegido: aunque procede de las listas de un partido político, promete gobernar “para todos”, sin incurrir en “partidismos”, que es como un gran vicio repudiable.

Pero es mentira. Todos esos que hablan de “la ciudadanía”, “la gente”, “los contribuyentes” y cosas parecidas son un hatajo de farsantes. Es imposible gobernar al gusto de “todos”, de los acreedores y los deudores, los propietarios y los inquilinos, los presos y los carceleros y, naturalmente, la burguesía y el proletariado.

Hay asuntos que la modernidad fascista ha puesto por encima de los partidos políticos, asuntos intocables, eso que aquí suelen llamar “cuestiones de Estado”, esas de las que no se habla nunca, por más noticiarios y tertulias que uno escuche cada día en los medios de comunicación.

Un partido que quiera “hacer política” no sólo no puede tocar ninguno de esos pilares sino que no puede hablar de ellos, porque eso supone convertirlos en lo que son exactamente, algo discutible. La política real, la de verdad, es la que versa sobre eso de lo que nadie quiere ni hablar y que acaba cayendo en las cloacas de los “secretos de Estado”, de los fondos reservados y de los manejos turbios.

Cuando en un Estado algo es indiscutible hay que empezar a hacerse muchas preguntas, la primera de las cuales es quién las está imponiendo como tales y por qué todos los demás no se atreven a discutirlas.

Luego hay otro tipo de dudas, como en dónde queda el famoso “pluralismo político” y cómo su cada vez más reducido ámbito de actuación no es otra cosa que el monopolismo trasladado al ámbito de las luchas políticas. El monopolismo moderno también acaba con la competencia en el ámbito político. La falta de pluralismo es la superestructura política del monopolismo contemporáneo.

Si se analiza en concreto, con un mínimo detalle, hasta dónde alcanza el radio de acción del pluralismo en cada país, como España sin ir más lejos, se observará que las “cuestiones de Estado” no sólo lo forman un puñado de pilares básicos (propiedad privada, integración en la Unión Europea, integración en la OTAN, unidad de España, monarquía) sino otro tipo de cuestiones, tales como el reconocimiento de la República saharahui, por poner un ejemplo del que nadie habla y que nadie pondrá en cuestión, ni siquiera si tiene la oportunidad de tomar las riendas del gobierno alguna vez.

En España incluso algo tan elemental como eso, el reconocimiento de la República saharaui, no es un asunto que se pueda resolver por la vía electoral sino que deberá esperar a un cambio revolucionario, por lo que los independentistas deberían empezar a preguntarse: si la España actual no es capaz de reconocer la independencia del Sáhara, ¿cómo vamos a esperar a que reconozca la de Galicia, Euskadi o Catalunya?

Una vez eliminado el pluralismo, la política se ha convertido en politiquería, en algo despreciable, una colección de banalidades, esa morralla que escuchamos cada día en las noticias, que aburre porque son siempre los mismos asuntos repetidos hasta la saciedad, una y otra vez, para ofrecer una falsa sensación de lo que no hay: de pluralismo.

Aún peor que la inexistencia de pluralismo es la criminalización de quienes hacen gala de él, de quienes expresan opiniones diferentes y dan con sus huesos en la cárcel, otro asunto del que nadie habla y del que nadie quiere que se hable. Nadie quiere ni oír hablar de derogar leyes fascistas, como la ley de partidos, o de disolver tribunales fascistas, como la Audiencia Nacional.

Un país, como España, en el que progresivamente se van dejando al margen cada vez más “cuestiones de Estado”, acerca la mecha al polvorín de la revolución. Está abocado a una revolución violenta porque hasta los asuntos más insignificantes se convierten en revolucionarios, es decir, que necesitan de una revolución para solucionarlos.

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