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No es el bipartidismo lo que está en crisis

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Juan Manuel Olarieta

Dentro de poco se consolidará en España la palabra “crisis” también en el ámbito político, como se consolidó en 2007 en el económico. No obstante, es posible que en lugar de “crisis” hablen de “inestabilidad” o términos equivalentes que no cambian la esencia del problema.

En cualquier caso los fundamentos de dicha crisis siempre los mantendrán a buen recaudo, pues no hay más que una única crisis, que es la crisis general del capitalismo, típica de le etapa imperialista actual. Esta crisis, pues, es una crisis dentro de otra crisis y no tiene ninguna otra salida que una revolución socialista. A falta de ella sólo cabe esperar que se agudice con el tiempo.

La politiquería de baja estofa y los medios de comunicación que la adornan insisten en que la situación política es consecuencia del fin del bipartidismo y no del fin del Estado reformado durante la transición y, por ende, del agotamiento de la transición misma y de los cómplices que se prestaron a aquella comedia bufa.

Además, la crisis no es consecuencia del fin del bipartidismo sino del fin de los partidos, de todos los partidos políticos. Los partidos ya no dirigen al Estado, sino que es el Estado quien los dirige a ellos. No hay más que comparar a los partidos tradicionales (PP, PSOE, PCE), surgidos en la transición, con los emergentes (UPyD, Ciudadanos, Podemos) para apercibirse de la diferencia.

Los nuevos son marcas electorales, partidos de diseño, fabricados“ad hoc” por y para la crisis. Su objetivo no es salir de la crisis sino gestionarla lo mejor posible. Se trata de “maquinarias de guerra electoral”, como dijo Errejón en 2014. No están diseñados para dirigir un Estado, ni cambiar nada. Existen para que haya elecciones cada cuatro años, pluralismo, recambios para mantener en funcionamiento un aparato envejecido y desgastado: el mismo Estado fascista de siempre.

No obstante, un error muy corriente supone que no es el Estado quien dirige (sujeto activo) sino que es dirigido (sujeto pasivo). La mayor parte de las personas creen en aquello de que “el Estado soy yo”, de que el Estado es un dispositivo neutro que se puede (y se debe) utilizar, que todo depende de la voluntad de ese Estado personificado cuyo máximo exponente es un gobierno cuya tarea es dirigir el Estado. Sólo el gobierno es político; todo lo demás (los militares, los jueces, los diplomáticos, los inspectores de Hacienda, los funcionarios) son apolíticos: pueden estar al servicio del gobierno de un partido o del otro.

No hay nada más falso que el lema “Yes, we can”. No es el gobierno quien dirige al Estado sino al revés. Hasta los discursos se los escriben, tanto a Obama como a Rajoy. No hay ninguna huella personal de ninguno de ellos (ni de sus gobiernos) en sus Estados respectivos. A veces esa paradoja se describe de una manera bastante gráfica cuando se expresa la decepción respecto a algún político, del que se dice que “el poder” se le ha subido a la cabeza, que no es el mismo antes y después de tener un cargo público cualquiera... Quiso cambiar y le cambiaron a él.

Un Estado, como el español, que arrastra una crisis desde hace muchas décadas, que no ha solucionado ninguno de los problemas más elementales de las masas, engendra partidos a su imagen y semejanza. El Estado crea los partidos que necesita. Es un problema doble: la burguesía no puede (ni quiere) cambiar nada porque carece de los instrumentos necesarios para ello, que son los partidos políticos.

Pero a eso que llaman “la izquierda” y derivados (anticapitalistas, alternativos) les ocurre lo mismo por el mismo motivo. Se organizan exactamente igual que la burguesía. No estoy diciendo que no exista una vanguardia revolucionaria, sino algo mucho más simple: no hay partidos de ningún tipo, ni voluntad de construirlos.

La propia terminología les delata. Antes se hablaba de organizaciones, mientras que ahora se habla de colectivos, mareas y todo tipo de coordinadoras difusas. Los partidos son despreciados como algo viejo y periclitado, propio del siglo XIX frente a las nuevas formas de “hacer política” que han hecho de la necesidad virtud. Si no estamos dispuestos a cambiar nada, ¿para qué queremos partidos?

Lo diré al revés: si realmente quieres cambiar algo, ¿por qué no empiezas a pensar en que lo que realmente necesitas es un partido?

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